Revista EPOCA

1 de Septiembre, 2003





Alfonso de Neuvillate .
Acabamos de escuchar los cuatro interludios marinos de Benjamin Britten. Finalizamos el ritual con las fosforescencias marinas y las zarabandas que se filtran, como los sonetos de Heine y como los fantasmas en pena, por la psiquis de los convidados. Al frente tenemos un cuadro, una pintura, un dechado de virtudes, un óleo sobre tela de la pintora, joven pintora mexicana, Cristina Ruiz. Ella ha expuesto varias veces en México y varías más en Estados Unidos, en donde su triunfo fue epopéyico.

Además de la corrección en el dibujo, en la armonía que consigue en las perspectivas y puntos de fuga que son admirables, en el juego de volúmenes y espacios conjuntados, en el color que es agresivo y pone de relieves estados del alma, estadios entre la duda y la zozobra, la melancolía y el desdén, la tibieza y el encanto, la fuerza con la calma mortifica da, más sorprendente son aun sus temas y la significación.

Ella expone, simplemente, a seres humanos, parejas, a hombres y mujeres desnudos en la caricia nocturna, en lo furtivo del encuentro, en aquello que Leopardi llamó el secreto de la alborada carnal y del deseo.

En efecto, toda la pintura de Cristina Ruiz es una exposición del amor, del encuentro secreto y cercano, místico y silencioso, inmerso en el suyo y en el yo de los personajes habitantes del cuadro y sus explosiones de sensaciones, ondulaciones, exaltaciones, crepúsculos de anatomías maravillosas.

Ella, después de años de trabajar con el medio a su disposición, de plasmar la realidad pero transfigurada, regresa a la misma realidad nada más que exagerándola y con virtiéndola en una especie de ultrarealidad, hiperrealismo, desmenuzamiento del ser. En estancias rojas, escarlatas, naranjas o bien ocres, el hombre y la mujer se entrelazan, se aman, hacen el amor o bien se desea con los ojos, se escuchan con las miradas, se lamentan de estar o de no estar en el paraíso o en ese infierno propio de Francesca de Rímini en espacio sinfónico.

Son, esos seres ambivalentes, mujeres que engrandecen su género y condición y ellos caen abatidos por las extrañezas de la fortuna y por de sear al mar que es negro vidrio de sensualidad y deseo. Cristina Ruiz estructura sus trabajos como si fuese una serie de páginas del libro de las remembranzas de un poeta, del joven Goethe, de su personaje Werther, de Gide, de las tormentas de Valery que se encie rra en su cementerio marino y la distancia solar. "o Soleil, ces,t la rai son de le Temp perdu".

Cristina Ruiz, metafórica, poéticamente dispone a estos seres que, finalmente se quemarán, cuando la razón sartriana entre en el juego de los abalorios.

Pero mientras y en espacios, ámbitos más musicales que pictóricos, pero de continente estético siempre, y de primer orden, hace que los amantes, hermosos arquetipos sean, al mismo tiempo, flechadores del cielo, augures de la desdicha del desamor, cartomancianos de los deseos frenéticos y el desborde pasional.

Unica en su género, imponiendo su pintura asaz erótica pero plagada de símbolos místicos, como puede ser el de la esperanza y la sublimación, Cristina Ruiz, pintora de la luz y de la oscuridad del alma, de las perver siones y de la sacralización del abrazo y del adiós, como en los adioses de Beethoven pinta con absoluta libertad y con absoluta conciencia de que su trabajo va a llegar al centro del ser sensible, inteligente, que no pretende esconder sus emociones más bellas ni las más horripilantes, sino encontrar esa vereda de misterios hermosos y maravillosos.

Como el de las estrellas polares y los satélites.

Cristina Ruiz va imponiendo su estilo y sus formas plásticas a los públicos más exigentes. Más reacios a aceptar la verdad del cuerpo humano y sus obsesiones, tentaciones, acciones puramente carnales, mundanas, verdaderas, innegables, que simplemente son.

Por esa valentía Cristina es discípula en el tiempo de Virginia Woolf, de Jane Austem, de las Hermanas Bronte, de la Duse, de la Stor ni, de la Duncan y muestra que lo que devinieron al mundo pintores de la talla de los Pre Rafaelitas, como Gabriel Rossetti y Ford Madox Brown continúa vigente.

Cristina Ruiz hace pintura y ahí mismo hace música. En sus territo rios de la sensualidad elegante existen resabios de Debussy y de Ravel, de Satie y de las calideces, mórbidas intenciones implícitas en el danzón cubano de Aaron Copland y los crecendos y del presto con fuoco del poeta Mallarmé.

Si bien está presente en la obra pictorica de Cristina Ruiz ese deseo de lograr, de alcanzar la felicidad de la pareja, o mejor dicho, el instante en que se cree que se a triunfado junto con Afrodita, existe a través de cada una de sus pinturas un sentimiento de irrealización, de obsesión, de inutilidad, de engaño colorido, de apariencia, de imagen sin alcanzar, de logro no 1ogrado, de una manera y fútil idea de que se realizó el amor pero que no fue sino balbuceo e invento.

Como las invenciones que el ser humano se ha hecho para que su vida tenga metas, caminos, positivismos y banalidades en vez de verdades ontológicas.

Los rostros, las actitudes. las anatomías, pues, de los personajes de Cristina Ruiz son arquetípicos de la belleza.

En sus encuentros y desencuentros, como en los paraísos de rojos encontrados, o en los páramos desérticos, o en esos territorios de luminosas advertencias, los seres que ella dispone son triunfos espirituales y glorificaciones del ser.

Como en el soneto de Villaurrurtia hacen parejas, se van, se alejan, se desean, desaparecen. Son estatuas mudas, silenciosas, reflejos de la condición humana.

Hombres y mujeres a la expectativa.

Siempre en la duda. Se debe recordar que por más hermosa o hermoso que sea el ser, no deja de ser el siendo que nunca hace a un lado su condición que es la de destruir o su destino inefable a la autodestrucción.

Sin embargo, lo que buscan esos buscadores de tesoros y de minas fantásticas y submarinas que son los personajes de Cristina Ruiz están convencidos que en su teatro submarino que son los planos del lienzo, pueden lograr lo que no lograron, ni utópicamente, pintores y escritores como Musil, Byron, Degas, Moreau, Cocteau.

La visión de la belleza que posee Cristina Ruiz y que la plasma en sus cuadros es magnífica. Reconcilia con los semejantes y, viéndolo bien, con agudeza, es la única manera de volver a creer en el hombre y en la mujer que, despojados del mal, como en un nuevo paraíso de ludismos y tempestades, convergencias y divergencias, se reanude su posibilidad de ser hasta en el no ser. Todo puede ser. Deseando y amando otra vez.